Este escrito se basa en el tratamiento en curso de una niña de doce años de edad.
En la entrevista inicial, sus padres adoptivos manifiestan: “la adoptamos al año de edad, pero todavía no pudimos cambiarle el apellido”.
Este escrito se basa en el tratamiento en curso de una niña de doce años de edad.
En la entrevista inicial, sus padres adoptivos manifiestan: “la adoptamos al año de edad, pero todavía no pudimos cambiarle el apellido”.
Vientos de los tiempos, atraviesan nuestros pensares y sentimientos.
Pasan los días, pasan los años… y aquello que parecía tan reciente, se torna de antaño.
Historias repetidas, eterno retorno de ciclos que marcan vidas.
Sostenerse incluido socialmente, presiones constantes pesan, y aplastan la mente.
Un bebé nace dejando atrás la “redonda panza de su mamá: su pequeño gran mundo intrauterino”. Un cordón umbilical se corta, bocanadas de aire y un llanto de vida, ¡respira! Una mirada se ilumina.
Desde esa primer mirada, una realidad comienza a ser percibida de manera única y especial.
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“D” es una paciente de 43 años, que arriba al consultorio por derivación de su psiquiatra.
Es hija única. A sus 16 años muere su padre por un ataque cardíaco: “mi papá era el mejor del mundo, y se fue en el peor momento”.
Como motivo de consulta manifiesta: “vengo acá por qué quiero entender qué fue lo que me llevó a todo esto que llevo conmigo”.
El devenir de la vida arrastra a una persona a ser tomada por la realidad, sin que pueda evitar un fuerte impacto en su mundo interior, con el consecuente dolor.
Situaciones no buscadas ni deseadas atrapan, pareciendo que se forma parte de una película en la que no se elige participar. Y de un momento a otro, ¡se tiene el puesto de actor principal!
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Ser hijo, ser hija.
Ser padre, ser madre.
Roles tan nombrados, y en ocasiones tan complicados.
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